29.7.07

Vull parlar de Patinir

Recomano la lectura d'aquest article d'Elena Vozmediano publicat a "elcultural.es" sobre l'obra de Joachim Patinir arran de l'exposició sobre l'obra d'aquest pintor que s'exhibeix al Museo del Prado.

Uno de los más preciados tesoros del Museo del Prado son sus cuatro grandes cuadros de Joachim Patinir. Tanto por la cantidad –se cuentan sólo 29 atribuidos al artista por el equipo internacional de investigación que ha contribuido a este proyecto de exposición y catálogo razonado– como por la calidad –se considera que todos ellos forman parte de ese pequeño grupo de obras en las que la mano del maestro se hace más evidente–. Junto al San Cristóbal de El Escorial, el Descanso en la huida a Egipto del Thyssen y la pequeña Crucifixión de colección privada madrileña, constituyen una cuarta parte de la producción conservada de Patinir. Esta circunstancia suponía que sólo en Madrid, y en el Prado, se podía organizar la gran exposición, la primera que se le consagra aquí y en todo el mundo, sobre este fascinante pintor flamenco cuya aportación a la historia de la pintura es tan relevante. Son 22 obras de Patinir, con todas las mejores salvo el San Jerónimo del Louvre, que llegan desde el Kunsthistorisches de Viena, la National Gallery de Londres, el Metropolitan, Rotterdam o Filadelfia.
Alejandro Vergara, jefe de conservación de Pintura Flamenca del Prado y entusiasta comisario, estima que del taller de Patinir debieron salir unas 60 pinturas. Felipe II llegó a tener 10, adquiridas en su mayoría a finos coleccionistas españoles como Felipe de Guevara y Fernando de Toledo. La procedencia de las obras denota que Patinir sólo pintaba para la élite de su época. En el contexto del floreciente mercado de arte de Amberes, donde trabajó desde que se registrara ya como maestro en 1515, Patinir fue pronto un artista muy apreciado cuyo taller se enmarcaba en el “segmento de gran lujo”. Se casó con dos mujeres de fortuna lo que, junto a su éxito comercial, le permitió pintar poco, y en apenas una década (murió en 1524, con no más de 44 años) sus pinturas llegaron a ser codiciadas en Alemania, en Italia o en España. Patinir disfrutó de las vías que habían mantenido abiertas para la pintura flamenca sus predecesores inmediatos, como Gerard David y, sobre todo, El Bosco, a quien deben mucho los fragmentos más infernales y fantásticos de sus obras, así como la transición del “paisaje como fondo” propio de los primitivos nórdicos al “paisaje como escenario”.
No es algo que inventara: casi todos los elementos de su fórmula se habían ensayado antes. La primera sala de la exposición muestra esa evolución que arranca de los primitivos flamencos, con Van Eyck (representado por uno de sus seguidores) y toda una escuela de exquisitos miniaturistas, y culmina con Gerard David, de quien se exponen las puertas exteriores del Tríptico de la Natividad de La Haya, considerado durante mucho tiempo el primer paisaje puro, sin figuras. El puesto le fue arrebatado, en Alemania, por el gran Albrecht Altdorfer, ausente de la muestra (sí figura, con grabados, Durero, también consumado paisajista, y amigo de Patinir). Pero quien supo sentir la demanda de apertura –de horizontes, de mentalidades– que surgía de una sociedad nueva, la del Renacimiento nórdico, y enunció, con una enorme elegancia cromática, una nueva mirada sobre el mundo, fue Patinir.
Porque no “retrata” paisajes, a pesar de que incorpore elementos del entorno natural de su región natal: el suyo es un paisaje mental. Es sugerente la idea, avalada por Vergara, de que Patinir, al definir su característica visión panorámica y cenital, respondía a ese nuevo entorno social: parece que algunos de sus clientes fueron ricos comerciantes, como Lucas Rem, cuyo escudo aparece en la Asunción de Filadelfia, que viajaban continuamente. La concepción de la “vida como peregrinación” implícita en la configuración del territorio, en la abundancia de ríos, puertos y naves, y en ciertos temas recurrentes como La huida a Egipto o San Cristóbal, se correspondería con esa vocación errante de sus mecenas. El propio espectador se siente invitado a emprender el vuelo, pues la sucesión de planos se hace en pendiente, como si el horizonte se hubiera levantado. Cuando Patinir nació América no se había descubierto; en su propio entorno, el mismo Rem abrió rutas comerciales a la India. El mundo se estaba extendiendo, y él reflejaba esa lejanía.
Pero los de Patinir son también paisajes devocionales. En la tradición flamenca, la descripción detallada de lo real y la función simbólica son inextricables. No sólo las figuras relatan episodios bíblicos o vidas de santos: la superficie del cuadro está llena de alusiones (a veces indescifrables) a la vida espiritual, a sus peligros y sus recompensas. En cualquier caso, Patinir no es un predicador, sino un pintor y, también en la tradición flamenca, un “orfebre” que utiliza colores ricos y una técnica minuciosa en cada centímetro cuadrado de la tabla. Algunas de las más pequeñas las pintaría con lupa, y así debían contemplarlas los conocedores. Sin embargo, el hechizo de sus grandes obras proviene del efecto de conjunto: nos sumergimos en ellas, atraídos hacia las frías aguas de esos ríos y mares de azurita que avanzan hacia los altos horizontes, y proyectados hacia esas recurrentes franjas de gran luminosidad sobre el horizonte que son, en interpretación del comisario, promesa de salvación.
Eso ocurre sobre todo en la sala última de Patinir, centrada en el famoso Paso de la laguna Estigia. Antes, Vergara ha dispuesto los cuadros, inclasificables por fechas o por temas (éstos son muy limitados: figuras sagradas al aire libre), de forma que aludan a algunos de los problemas básicos que plantea la obra del pintor: la ordenación cronológica, la reiteración de motivos y composiciones, o la colaboración entre pintores por especializaciones. El propio Patinir debió de empezar como pintor de fondos de paisaje para otros artistas, y siguió seguramente haciéndolo en su madurez. El comisario cree ver ejemplos de ello en la última sala, en la que se recogen obras de seguidores de Patinir y de la evolución de la pintura flamenca de paisaje en el XVI, con joyas como una de las únicas seis obras de Cornelis van Dalem, que el Prado no suele exponer, o un rico tríptico sobre pergamino del miniaturista Simon Bening.

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